martes, 16 de abril de 2024

Cuartelillo. Una novela muy festera (5)

Ramón Candelas
18 abril 2019
5.402
Cuartelillo. Una novela muy festera (5)

Resumen de lo publicado

 

Salu Amat ha venido a las fiestas de Moros y Cristianos tras veinte años de ausencia. En la madrugada del viernes escucha una conversación sospechosa entre dos hombres en un cuartelillo. El viernes por la mañana, la ciudad descubre que la imagen de san Antón ha sido secuestrada.

Por la tarde, durante el Desfile Infantil, Salu ve pasar a uno de los hombres cuya conversación escuchase, y que ella relaciona con el secuestro del Santo. Decidida, lo sigue hasta un cuartelillo de estudiantes cerca del río. Al cruzar su mirada con el sospechoso, Salu se asusta y emprende el regreso apresurada.

Tras cenar juntos, Salu y Rafa disfrutan del ambiente nocturno. La noche parece acabar con un acercamiento romántico entre ambos, pero, al llegar ella a su portal, se ve atacada por dos hombres que la reconocen como la culpable de haber alertado a la Policía.

Sábado, 10:00 h.

—Hola, tía Mamen.

—Hola, Almudena. ¿Qué tal lo pasaste anoche?

—Bien, bien... Oye, ¿mamá está contigo?

La voz juvenil suena intranquila al otro lado del teléfono. La pregunta sorprende a este lado.

—¿Conmigo?, ¿a estas horas?

—Es que no ha dormido en casa. Y como ayer salisteis juntas, he pensado que...

—¿No ha dormido en casa? —frunce el ceño Mamen.

—La he llamado varias veces, pero no contesta. ¿Tampoco ha dormido en la tuya?

Dubitativa, la zíngara contempla la pulida pantalla de su teléfono. La última vez que vio a Salu, bien entrada la madrugada, charlaba animadamente con Rafa, con quien sin duda había congeniado. Ergo si no ha dormido en casa... Todavía sentada ante el tazón de su desayuno, Mamen sonríe para sí. Bravo por su amiga. Después de tantos años de resistirse, por fin parece haberse decidido. Estaba claro que Rafa Poveda era un buen candidato.

Pero no será ella quien levante la liebre. Necesita ganar tiempo.

—Ehhh... Dame un minuto, Almu, que tengo otra llamada —miente—. Te llamo en seguida.

—Pero...

Clic.

Claro, que podía haberla avisado. Qué menos que un wasap, si no pensaba dormir en casa, para que su mejor amiga le cubriese las espaldas y su familia no se intranquilizase. Pero a ella le coge; seguro que le coge.

Nada. El teléfono de Salu está «apagado o fuera de cobertura». Y con el de Rafa no le va mejor: sale el buzón de voz.

—Hola, Rafa, soy Mamen —dice—. Oye, Salu no contesta al teléfono. ¿Está contigo? Dile que me llame, por favor.

Mamen no cae en la cuenta hasta que escucha los primeros disparos de arcabucería en la cercana calle de Antonino Vera: como miembro de la Comisión de Alardos y Embajadas, el musulmán tiene que estar ahí, organizando la Guerrilla. Pero entonces, ¿dónde demonios se ha metido Salu?

Ahora sí que comienza a preocuparse.

Nuevo intento. Con Juanma, que salió de casa hace un cuarto de hora para juntarse con el resto de los tiradores piratas, tiene más suerte.

—Juanma, ¿estás ya en la Guerrilla?... ¿Que llegáis en diez minutos? Perfecto. Oye, necesito que localices a Rafa... Sí, a Rafa Poveda. A ver qué sabe de Salu, que no ha dormido en casa de sus padres y tiene a la familia intranquila... Supongo que con él, claro. ¿Dónde, si no? Pero lo raro es que no haya dado señales de vida a estas horas... Sí, que me llame. Gracias, cariño. Beso...

Mamen mira con desgana el café con leche, ya frío, de su desayuno. Mejor llama a Almudena para tranquilizarla. ¡Ay, qué bronca va a caerle a Salu, en cuanto se la eche a la cara, por hacerle pasar este mal trago!

* * *

El interfono pilla a Mamen ciñéndose el cinturón de zíngara ante el espejo de cuerpo entero de su dormitorio, mientras se plantea seriamente que, para el año próximo, o se quita —plan A— unos centímetros de cintura, o se compra —plan B— uno más holgado.

—¿Estás vestida? —pregunta la inconfundible voz de su amado pirata—. ¿Puedes bajar?

—¿Has hablado con Rafa? —quiere saber ella antes.

—Estoy con él, y tampoco sabe nada de Salu. Baja, por favor. Acompáñanos a casa de sus padres.

* * *

—Hay que denunciar la desaparición ya —dice Mamen, mientras se apresuran calle arriba, en cuanto Rafa le da cuenta de cómo acompañó a Salu a su casa hacia las cuatro de la madrugada.

—Lo sé —asiente Juanma—, pero sus padres y su hija tendrán que saberlo, ¿no? Por eso quería que vinieses con nosotros, porque tienes muy buena mano con Almudena.

—¡Ay, qué susto se van a llevar los pobres! —se lamenta su esposa—. ¿De verdad que no se os ocurre otra posibilidad? ¿Y si Salu se encontró con algún conocido y fueron a tomar algo? Quizá bebió más de la cuenta y está durmiendo la mona en algún sitio.

—Lo dudo —duda Rafa—. Estaba bastante sobria cuando la dejé a diez metros escasos del portal, y tampoco me pareció que hubiese nadie más en la calle.

—Estaba pensando —reflexiona Juanma—... ¿Y si tuviese algo que ver con lo de anoche? Ya sabéis: el sospechoso de robar el Santo, el registro del cuartelillo por la Policía... ¿No os parece demasiada coincidencia?

Las elucubraciones duran hasta que llegan al portal de los Amat, donde la unánime decisión flaquea. Porque lo normal —Dios no quiera otra cosa— es que la supuesta mala noticia vaya a quedar al final en una tontería; pero ¿y si...?

—Venga, vamos allá —se decide Juanma.

Mamen inspira hondo para coger ánimos.

—Sí —asiente—, vamos a... Espera. ¿Qué es eso?

—Qué es ¿qué?

Un par de metros más allá, un objeto brilla encajado entre el bordillo de la acera y el neumático de un coche aparcado. Mamen se acerca, se agacha, lo coge, lo sopesa.

—Este llavero... —Frunce el ceño al hacer memoria, y la memoria la golpea cual perverso bofetón—. ¡Ay, Dios! ¡Son las llaves de Salu!   

* * *

Sábado, 11:30 h.

A media mañana del sábado tiene lugar el primero de los dos actos que mejor representan la esencia de la Fiesta: las Embajadas Mora y Cristiana. Desde principios del siglo dieciocho, cuando el rey Felipe V concediese a la villa el título de Fidelísima y la flor de lis para su escudo, el disparo de arcabuzazos por parte de la soldadesca se convirtió en elemento imprescindible de fiestas patronales, procesiones de acción de gracias y conmemoraciones patrias. Cuándo evolucionó la soldadesca en tropa de Moros y Cristianos no está del todo claro, teniéndose como descripción más temprana la que hiciera don Emilio Castelar en sus Recuerdos de Elda, donde el asalto al castillo del bando contrario se revela ya como plato fuerte del menú festero.

En Elda las Embajadas van precedidas por sus respectivas Estafetas, en las que un heraldo del bando sitiador se acerca a caballo hasta el simulado castillo y ofrece al centinela contrario, con palabras corteses y almibaradas, la rendición en muy ventajosas condiciones. Bien aleccionado en su puesto, el guardián ni siquiera se digna transmitir la propuesta —si taimada o sincera, a juicio del espectador queda—, y el heraldo regresa despechado a anunciar la negativa, lo que da lugar a la Embajada propiamente dicha.

El sábado es el embajador moro quien, con gran boato y fanfarria, se aproxima al castillo para pronunciar su alegato, un parlamento tradicional que, inicialmente melifluo, va subiendo el tono, tornándose agresivo e intimidatorio ante el obstinado rechazo del cristiano. La tensión va in crescendo. Entre la multitud que abarrota la plaza, embriagada por el acre olor a pólvora, se masca el inevitable desenlace que se resolverá, Alá mediante y tras estruendoso intercambio de disparos, en singular duelo entre ambos caudillos. Roto el imposible diálogo, solo queda el choque entre el alfanje y la espada.

Fortuna favorable,

pon en tu rueda un clavo

y mantente involuble,

constante siempre

y firme en ampararnos.

Sigan, deidad hermosa,

de tus benignas manos,

las gracias que franqueas

a los felices héroes mahometanos...

Sumida en una negra, artificiosa oscuridad, Salu no puede saber si es de día o de noche. Mucho menos, qué hora es. Si lo supiese, podría calcular que en esos momentos el embajador moro, acompañado por su boato y su escolta, habrá llegado, o estará a punto, a las puertas del simulado castillo; y habrá comenzado, o estará a punto, su parlamento. 

... Cuando vean al moro

con el sable en la mano,

tan marcial, tan airoso,

tan bizarro, tan fiero y tan ufano,

temblarán estos pocos

miserables cristianos,

y a voz en grito entonces

clemencia pedirán, no hay que dudarlo...

Lo único que tiene claro es que no está sumida en un monumental resacón. La noche anterior fue muy comedida con el alcohol, y en todo caso, su mente es presa más de un extraño aturdimiento que del característico, insidioso dolor de cabeza. Le viene en mente una amarga experiencia que el tiempo no ha borrado de su memoria: cuando, ya entrada en la madurez, se sometió a una tardía operación de amígdalas con anestesia general. Lo siguiente fue despertar de un dormir muy profundo, muy extraño por la total ausencia de sueños. No recordaba nada después de que, tumbada en la camilla del quirófano, un enfermero le hablase palabras tranquilizadoras mientras le clavaba una jeringuilla, y acto seguido ella cayese, sin posibilidad de alterar su inmovilidad absoluta, en un abismo cuyo fondo nunca llegaría a tocar.

... ¡Ah del muro!

¿Quién me llama?

Quien desea ser tu amigo.

Un moro que te saluda.

—De tu nación no he tenido

amigos, ni me acomodan.

Si no conoces lo fino

de los pechos mahometanos

los desprecias sin motivo...

Así que de eso se trata: la han drogado. Por qué o para qué son preguntas que, al principio, la ponen al borde del pánico. Le vienen a la cabeza barbaridades de las que se oye hablar a diario: secuestros exprés, trata de blancas, robo de órganos, violaciones en grupo... Cuando logra reunir el suficiente valor como para atreverse a explorar su cuerpo, Salu se da cuenta de lo maniatada que está. Acostada en posición fetal sobre un colchón barato, cuyos muelles siente a través de la ropa, se concentra en sentir los miembros dentro de su limitada movilidad. Mueve las manos, los brazos, las piernas, la cadera. Si la hubiesen rajado para extirparle algo, le dolería; si la hubiesen violado..., es de suponer que también. Entonces, ¿qué demonios...?

... Di al jefe de ese castillo

que salga, que quiero hablarle.

Aquí llega ya el caudillo.

¿Quién me llama?

Quien te estima.

Quien desea ser siempre vuestro amigo.

Alá prospere, ¡oh español valiente!,

tus glorias, tu salud y brazo invicto...

Lo que sí le duelen son las muñecas, a causa de las ligaduras; y el pecho derecho, que a buen seguro, por lo que recuerda del forcejeo mantenido con sus secuestradores, estará amoratado. Los muy bastardos...

Los secuestradores. La escena vivida ante la puerta de su casa le devuelve las últimas palabras que escuchó, o que creyó escuchar: «La furcia que nos ha echado a la bofia encima». De eso se trata, entonces: de «si no pagan, le pegamos fuego»; de «que se jodan los eldenses»; de los falsos estudiantes. De los presuntos, o parece que no tan presuntos, ladrones de la imagen del Santo. 

... Si me entregas las llaves de esta Villa,

si depones el loco desvarío

de proclamar por Rey injustamente

a ese aragonés tan fementido;

si a Alamar Mahomet, Rey invencible,

mi estimado monarca, dais oído,

veréis luego lo fino de su pecho,

lo leal, lo compasivo...

No le duele, pero la asusta sobremanera, la angustiosa sensación de no ver nada. De no tener referencias, por muy siniestras que puedan ser. La tela basta, opaca, que le cubre la cara la sume en una indefensión completa. Y para completar el inventario de sus males, esa otra sensación tan molesta: la de tener la garganta abrasada. Ha de reunir mucha saliva para poder musitar una palabra.

—Agua...

... Él os defenderá de todo riesgo;

él será vuestro escudo en los peligros,

será en vuestras desgracias el consuelo,

y en penas y zozobras el asilo;

será vuestro amparo en las angustias,

y será vuestro amparo en los conflictos.

En él encontraréis no un vil tirano,

sino un conquistador y rey benigno...

—Parece que la princesa ha despertado —dice una voz ronca, que no reconoce.

—Quítale la capucha, que respire —dice otra voz, esta más afinada—. Pero antes, los pasamontañas.

—A mí ya me vio la cara.

—Da igual. Fue solo un segundo; quizá no sea capaz de reconocerte.

Ahora sí. La referencia hace que asocie las voces, las dos, a los aseos de La mesnada de doña Urraca. Aún han de transcurrir unos interminables segundos hasta que unas manos pesadas manipulan algo alrededor de su cuello. Cuando la luz se hace, Salu solo puede pensar en una cosa.

—Agua, por favor.

He oído tu arrogancia

y me displace tu soberbia vana;

no es valor la jactancia,

en la guerra el que menos habla gana;

pues la lengua apreciada

en la escuela de Marte es la espada...

Salu bebe con avidez de la botella de plástico que sujeta uno de sus captores. El agua se derrama por las comisuras de sus labios, formando dos regueros que recorren su garganta hasta mojarle el borde de la blusa. Más que la fría sensación que se desliza canalillo abajo, es la mirada obscena que le dedica el desconocido, perfectamente distinguible a través del pasamontañas, lo que la hace estremecer.

—¿Quiénes son ustedes? —le espeta, furiosa, en cuanto puede articular palabra—. ¿Dónde estoy?, ¿qué quieren de mí?

La mirada obscena se convierte —no se ve, pero se intuye— en sonrisa obscena.

—Demasiadas preguntas, guapa —dice la voz ronca—. Te resumiré la respuesta: no deberías meterte en lo que no te importa.

¡Ah, deslumbrado! ¿Mi oferta despreciáis?

Sobre vosotros al punto mismo

va a caer el rigor del Rey mi amo;

el crudo golpe del fatal cuchillo,

que con femia rabia mis soldados

descargarán en el marcial conflicto,

sin perdonar edad, sexo ni estado...

El desconocido de voz ronca y mirada obscena, el más bajo y fornido de los dos, blande una especie de capucha de loneta negra; la que acaba de quitarle a la prisionera.

—Lo siento —dice, aunque por el tono más parece regodearse—. Ya has visto bastante. Hora de dormir otra vez.

El gesto arredra a Salu. No quiere volver a la oscuridad. No, estando maniatada sobre un colchón, en poder de unos indeseables con aviesas —no puede ser de otra forma— intenciones. 

—¡No, espere! —suplica—. No me cubra, por favor.

—Déjala —tercia la voz afinada del otro secuestrador, que parece tener ascendiente sobre su compañero—. Hasta que venga el jefe.

De mala gana, el de la capucha la deja a un lado y se incorpora.

—¿Qué crees que dirá cuando la vea? —pregunta.

—Me da igual lo que diga —replica el otro con suficiencia—. Su plan de pedir rescate por el Santo no ha funcionado. Ahora mandamos nosotros.

... Espero, en fin, ver a mi pueblo triste,

libre de la penuria de este sitio,

cantar alegres motetes y alabanzas

al Dios Santo, al Dios fuerte agradecidos,

y adornar los dinteles de sus templos

con los trofeos que haya conseguido

en la victoria que impaciente esperas.

Sella tu labio y no tan presumido

des por hecho lo que la suerte

de las armas dará por decidido;

la fatua arrogancia me ha enseñado...

Yo apoyo mi arrogancia en Jesucristo.

Es un falso profeta...

Sentados a una mesa de formica desportillada, los secuestradores beben cerveza de litrona, fuman en silencio y matan el tiempo con unas manos de baraja. Arrinconada en su colchón barato, Salu trata de formarse una idea sobre el lugar en que se halla: en las ventanas de cuarterones, protegidas por fuera con una rejilla oxidada de acero, los pocos vidrios que sobreviven están mugrientos de polvo y telarañas; de la cubierta a dos aguas, soportada por renegridas cerchas de carpintería metálica, cuelgan vetustas luminarias de tubos fluorescentes; el suelo, de cemento desnudo, sucio por el uso y por el paso del tiempo, está agujereado allá donde, previsiblemente, se situaban los pedestales de la maquinaria; y las paredes desconchadas aparecen cubiertas de estanterías metálicas vacías que, sin duda, conocieron épocas mejores. Junto a la puerta de entrada se desparrama por el suelo el contenido, hormas y tacones de plástico polvorientos, de unos sacos rotos, cerca de un arcón para hielo en el que los secuestradores enfrían el agua y la cerveza.

Aunque no puede verles las caras, aunque ya no visten pantalón de estudiante y camiseta azul con logotipo, Salu está segura de que se trata de los hombres, el corpulento y el espigado, que ya ha seguido dos veces. Y de que el que le ha quitado la capucha y que, de vez en cuando, le lanza miradas descaradas, es el tipo de rostro abotagado y gesto torcido que tan mala impresión le causó en el Clavelitos.

¡Ah blasfemo!

Teme los rayos, teme los castigos

de su poder invicto e insuperable;

Él tornará en venganza de sus hijos;

sembrará el terror, susto y desorden

sobre tus huestes...

¡Soldados míos! ¡Al arma, y experimenten

los cristianos el cruel estrago, los agudos filos

de vuestras impertérritas cuchillas!

¡Viva Alamar! ¡Trepemos al castillo!

¡Españoles! ¡Viva España!

¡Y defendamos la fe de Jesucristo!

Una traca lejana se hace sentir.

—La Embajada acaba —dice uno de los facinerosos—. Por fin.

—El jefe no tardará en llegar —asiente el otro.

Salu comprende: el tronar es la batalla, tras el parlamento de los embajadores, por la toma del castillo. Cuando los arcabuceros moros avancen por la calle Colón, los cristianos, desplegados ante el castillo, acabarán por retroceder, dando paso, en última instancia, al teatralizado cuerpo a cuerpo con que la espada tratará en vano de impedir el triunfo del alfanje. El público aclamará y ovacionará. Y ella seguirá aquí, maniatada y tirada en un colchón cutre, al albur de lo que decidan hacer con ella estos indeseables. 

* * *

Sábado, 12:00 h.

—¿Y dice usted, señor..., ejem —Ángeles Miró, subinspectora del Cuerpo Nacional de Policía, echa un discreto vistazo a sus notas para refrescarse la memoria—, Poveda, que cree haber visto una furgoneta aparcada en doble fila cerca del portal?

—No me fijé mucho, la verdad —dice Rafa—; pero sí, juraría que la vi. Yo diría que era grande, de las que utilizan gremios y repartidores.

Confirmada la ausencia de noticias de Salu, a don Paco le ha faltado tiempo para personarse, acompañado por Juanma y Rafa, en la comisaría de la Policía Nacional. A los pocos minutos de presentar la denuncia ante el agente de guardia, la subinspectora los ha recibido en una salita para interesarse por los detalles.

—¿Recuerda el modelo, o si tenía algún rótulo o logotipo? —pregunta—. ¿Alguna marca comercial?

—Estaba en una zona poco iluminada —se encoge de hombros Rafa—. Ni siquiera recuerdo si era blanca o de color.

La subinspectora asiente. Repasa en silencio sus notas, concentrada, hasta que parece darse por satisfecha.

—Hum. Es suficiente de momento, gracias —concluye—. Han hecho muy bien en presentar denuncia lo antes posible: las primeras horas suelen ser cruciales en casos de desaparición. Eso, naturalmente, sin presuponer que el de la señora Amat lo sea —aclara—. Todavía es pronto para decirlo.

El tono tranquilizador no rebaja la preocupación de don Paco.

—¿Cree usted que... puede haber sido raptada? —pregunta.

—Francamente, no podemos descartarlo; pero su hija no da el perfil habitual del secuestrado por motivos económicos, ajuste de cuentas o trata de blancas.

—Y lo que hemos hablado antes —interviene Juanma—, lo de las sospechas de Salu relativas a la imagen de san Antón y todo eso, ¿cree que podría estar relacionado?

—Es una posibilidad, claro —admite la subinspectora—. Pero cuesta creer que algo tan peregrino como pedir rescate por una talla de madera lleve a un delito tan grave como el secuestro de una persona de carne y hueso.

»En fin, les diré lo que vamos a hacer a partir de ahora: lo primero es presentar la denuncia al juzgado. Pediremos al juez que autorice la intervención del móvil de la desaparecida, y pediremos al operador un listado de las últimas llamadas entrantes y salientes, por si hubiese recibido amenazas o llamadas sospechosas. También buscaremos las videocámaras que pueda haber en las calles aledañas al domicilio. Si la señora Amat subió o fue forzada a subir a un vehículo, puede que su paso haya sido grabado. Y aprovecharé la hora en que la gente acude a los cuartelillos de la zona a comer para enviar agentes con una foto suya, por si alguien la hubiese visto anoche a partir de las cuatro.

»Una cosa más: si a lo largo del día no se producen novedades, habrá que ir pensando en informar a los medios para que se hagan eco de la desaparición de la señora Amat y publiquen su fotografía. Si están de acuerdo, podríamos convocar incluso una rueda de prensa.

La subinspectora Miró hace una pausa para comprobar una vez más sus notas. No quiere finalizar la entrevista y descubrir luego que ha olvidado algo importante.

—Ah, también intervendremos el teléfono de su domicilio, don Paco —añade—. Si hay algún... ejem, contacto, lo sabremos. Eso es todo por ahora —concluye—. Les recomiendo que regresen a casa y aguarden noticias nuestras. O quién sabe, puede que de la propia señora Amat.

Continuará.

Ramón Candelas
Ramón Candelas
Acerca del autor

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mis raíces. Hace década y media que me dedico a escribir novelas, de las que Cuartelillo. Una novela muy festera hace la número seis. Desde mi juventud, mi relación con la fiesta de Moros y Cristianos ha sufrido, entre la participación entusiasta y la incomparecencia, altibajos debidos a la distancia, los estudios, la crianza de los hijos y otras causas ligadas al devenir de la vida. Precisamente mi reencuentro con los Moros y Cristianos en 2018, tras una larga ausencia, me inspiró esta especie de intriga, comedia negra o como queráis calificarla, alrededor de nuestra amada Fiesta.

A todos vosotros, mis paisanos, he querido presentárosla desde este Valle de Elda que consideramos tan nuestro, en sucesivas entregas al modo de los folletines decimonónicos. No me preguntéis por qué, pero es algo que me hace mucha ilusión. Y espero sinceramente que, capítulo a capítulo, sufráis, disfrutéis, añoréis y os emocionéis con Salu a lo largo de sus peripecias en la Fiesta del septuagésimo quinto aniversario.

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