viernes, 29 de marzo de 2024

Cuartelillo. Una novela muy festera (7)

Ramón Candelas
3 mayo 2019
4.567
Cuartelillo. Una novela muy festera (7)
Imagen de San Antón.

Resumen de lo publicado

 

Salu Amat ha venido a las fiestas de Moros y Cristianos tras veinte años de ausencia. En la madrugada del viernes escucha una conversación sospechosa entre dos hombres. El viernes por la mañana, la ciudad descubre que la imagen de san Antón ha sido secuestrada. Por la noche, al llegar a su portal, Salu también es secuestrada por los facinerosos que han robado el Santo.

Los secuestradores deciden pedir un rescate por Salu. Para amedrentar a la ciudad, quemarán en lugar público la imagen del Santo.

Mientras tanto, la preocupación entre los familiares y amigos de Salu aumenta, al tiempo que la Policía no consigue hacer progresos respecto a su paradero.

Domingo, 00:05 h.

«... A media noche se ha cumplido el plazo dado por los ladrones de la imagen de san Antón para el pago de su rescate. Poco antes, al término de la Entrada Cristiana, el presidente de la Junta Central de Comparsas, Sergio Aguado, ha declarado a los micrófonos de nuestra emisora que nada ha cambiado tras el comunicado de ayer, en el que se rechazaba de pleno la extorsión y se conminaba a los ladrones a la devolución de la efigie. A la espera de cómo se resuelva el caso, la fiesta de Moros y Cristianos ha transcurrido hoy en Elda con total normalidad...».

—¡Con normalidad! —El secuestrador corpulento golpea la mesa con su litrona de cerveza—. ¡A la mierda! Estaba claro que no iban a cambiar de opinión. No sé cómo pudiste convencernos de que pagarían, jefe.

—Sí, y yo no sé cómo pudimos creerte —abunda el espigado—. Se suponía que debían utilizar la radio para anunciar su disposición a pagar, y mira, en cambio, lo que...

 —¡Sssh! —chista el interpelado—. Escuchad.

«... Como única incidencia reseñable, se ha denunciado la desaparición de María Salud Amat, residente en Madrid y natural de Elda, donde pasaba las fiestas de Moros en casa de sus padres. La señora Amat fue vista por última vez la anterior madrugada cerca del portal de su casa. Tiene cincuenta y tres años, es de mediana estatura, pelo castaño y ojos marrones. En el momento de su desaparición vestía uniforme de contrabandista con blusa roja y chaquetilla negra. Se ruega a quien pueda dar cuenta de su paradero se ponga en contacto con el 112...».

Desde su rincón, donde ha cenado media pizza, dos yogures y una botella de agua, Salu trata de seguir las noticias que sus secuestradores escuchan en un anticuado transistor a pilas, de los que ya solo se ven en los museos. Se resiste a dormir, a pesar de hallarse física y mentalmente agotada por la tensión que soporta, y para ello se obliga a estar de pie, porque no quiere, no puede bajar la guardia antes de conocer el próximo paso, cualquiera que sea, de los facinerosos.

El jefe, que ante sus secuaces no ha vuelto a mostrar complicidad con ella, apaga el transistor y se levanta.

—Es la hora —dice—. Vámonos.

—¿Dónde vamos a hacerlo? —se interesa el espigado.

—Donde más va a dolerles a los de la Junta Central: delante de sus narices. 

* * *

Bajo la vigilante mirada del secuestrador corpulento, que no la pierde de vista, Salu escucha cómo los otros dos introducen la furgoneta en el garaje contiguo, enganchan el remolque y cierran la puerta de persiana después de salir. La antigua fábrica de calzado queda en silencio; demasiado, para su gusto. Las continuas miradas obscenas que le dedica el hombre, las mismas que la desasosegasen al despertar de su letargo, hacen que casi eche de menos a los que se han ido.

Apenas se pierde en la calle el ruido del vehículo, su guardián se aproxima a Salu más de lo que, para tratarse de un extraño, ella considera apropiado.

—Joder, tía, no sabes la nochecita que nos has hecho pasar a mi compadre y a mí —dice en un tono que pretende ser amistoso, como de colegas de toda la vida—. Toda la noche siguiéndote de lejos, desde que saliste cagando leches del Clavelitos. ¿Qué paso?, ¿te asustaste?..., ¡ja, ja!...

Antes de proseguir, el hombre da un largo trago a su litrona terciada, una más —solo hay que ver la hilera de cadáveres ambarinos que se alinean en el suelo, junto a la nevera de hielo— de las que han ido cayendo a lo largo de la tarde.

—... Primero, hasta la sede de la Junta Central. ¿Quién es el guapito ese, el musulmán al que te abrazaste? ¿Tu novio?... ¡No, qué va! —menea la cabeza, como si algo no le cuadrase—. Luego, hasta la comisaría. Imaginé que llevarías a la pasma al Clavelitos, así que avisé a mi compadre para que saliera por piernas. No pudimos cenar hasta que lo hicisteis vosotros, y tuvo que ser de bocadillo y por turnos. ¡Vaya noche de mierda!...

Un nuevo trago, y el canalla se aproxima todavía más inapropiadamente; tanto, que Salu percibe su agrio aliento cervecero.

—... Qué va a ser tu novio, si estuve toda la noche detrás de vosotros, esperando la ocasión, y no le vi achucharte en todo el rato. Un piquito en la plaza Castelar, lo único, y otro de despedida. Qué tierno —sonríe, con la sonrisa más cínica que Salu ha visto en su vida—... Una de dos: o tú te haces la estrecha con él, o ese tío no tiene lo que hay que tener. ¿Es marica o qué?

Hasta aquí podíamos llegar.

—¡Usted no sabe de lo que habla! —salta Salu—. ¡Y no tiene derecho a...!

—¡Bah!, ¡bah!... No te enfades, guapa —quita importancia el otro, como si se dispusiera a recular—. Yo, la verdad, no creo que te hagas la estrecha. —Pero no—. Una hembra de buen ver, como tú, y de tu edad, porque ya no eres una jovencita, todo hay que decirlo, no va dejándose besar por ahí, por la calle, si no busca algo. A ti te va la marcha, ¿verdad?

Salu no da crédito a sus oídos. Esto no le puede estar pasando a ella.

—¡Oiga, qué se ha creído! —se irrita—. ¡Es usted un grosero!

Sonríe el malhechor, como si hubiese recibido un cumplido.

—¿Quieres un trago? —ofrece—... ¿No? Lástima, porque te vendría bien ponerte a tono. Mira, ricura —dice, al tiempo que deja la litrona a un lado, en el suelo—, vamos a dejarnos de tonterías: tú y yo podemos pasar un buen rato hasta que vuelvan los otros; y podemos hacerlo por las buenas o por las malas.

De repente, su mano hace lo que su mirada lleva rato anticipando: se posa sobre un pecho de Salu, por debajo de la chaquetilla, y lo estruja. Maniatadas las muñecas por la brida eléctrica, la resistencia que trata de oponer ella es fácilmente neutralizada por la mano libre del secuestrador. En apariencia, al menos, porque cuando él hunde la nariz para olisquearle el canalillo, una dentellada en la oreja le hace aullar de dolor. El resultado, empero, no puede ser peor para Salu: un furioso bofetón, con toda la ira de que su agresor es capaz, hace que le sangre la nariz, se le nuble la vista y se le afloje la vejiga. 

—¡Maldita hija de puta!...

Mareada, incapaz de hacer un gesto que no le produzca un insoportable dolor, Salu comprende que ha sido vencida. Ella, que siempre tuvo por ignominioso el derrotista eslogan de «si no puedes evitarlo, relájate y disfruta», por fin comprende. Anulada. Así es como ellos lo hacen. Humillada. Así es como...

—¿Qué va a hacer? —gime.

Su aturdimiento no le impide percibir el brillo de una navaja ante sus ojos. El malnacido se ha quitado el pasamontañas, y todo en él, el rostro sudoroso, la mirada turbia, la boca de finos labios apretados, refleja ahora, a la luz oblicua del camping gas, tanta crueldad como lascivia. El nublado entendimiento de Salu todavía es capaz de activar una alarma: «Pero entonces —le susurra—, si ya no le importa que le veas la cara...».

—¡¿Qué va a hacer?!

—Voy a hacer que tooodo sea más fácil. Puta, más que puta.

* * *

Domingo, 00:30 h.

Sergio Aguado no se ha quedado a cenar. La Fiesta que tan brillantemente comenzase su andadura el domingo anterior, con el desfile extraordinario del septuagésimo quinto aniversario —con los hijos y nietos de los padres fundadores de las comparsas vistiendo los trajes históricos, y con las abanderadas portando las banderas originales—, se está convirtiendo en una pesadilla para él. Todo un año de trabajo, para esto. ¡Qué todo un año!... Nueve lleva, desde que accedió al cargo, con las luces de larga distancia alumbrando la efeméride. Ideando, planeando, organizando, negociando, programando, controlando. Imposible recordar todos los encuentros, galas, convites, reuniones, jornadas, conferencias, presentaciones y demás actos en los que, como presidente de la Junta Central de Comparsas, se ha visto involucrado a lo largo del año, desde la Media Fiesta de enero hasta hoy. Y si a eso se añaden los encuentros, galas, convites, etcétera, organizados por las cinco comparsas —Cristianos, Contrabandistas, Estudiantes, Realistas y Marroquíes— que también celebran sus Bodas de Brillantes, a los que, como máximo representante de los Moros y Cristianos, tiene difícil faltar, se explica que se halle al borde del agotamiento.

Lo cual daría por bueno si todo estuviera saliendo a la perfección. Si no fuese porque justo ahora, cuando con el esfuerzo colectivo —el suyo propio, el de sus colaboradores, las comisiones, las comparsas, las autoridades, los festeros de a pie, el pueblo entero, todos y cada uno de ellos volcado a su manera en la Fiesta— todo parecía estar bajo control —todo menos la meteorología, se entiende, que esa siempre va por libre—, han llegado unos desgraciados y la han liado parda. 

Manda huevos, se dice, pretender un rescate de ciento cincuenta mil euros por una talla que, en su época, no costó ni cincuenta. Que los vale, por supuesto que los vale: no solo por su valor intrínseco, sino por el simbólico, pagarían los eldenses mucho más. Pero ceder a una extorsión tan burda... Sería cómico, se sonríe con débil sonrisa, si no fuese por lo patético que resulta. Y por la faena que supone el hecho de haber suspendido el Traslado; y porque mañana, a primera hora, va a tener que anunciar que se suprimen definitivamente la Ofrenda de Flores, la Procesión y, por supuesto, el regreso del Santo a su ermita.

Qué marrón.

Y luego está lo de la amiga de Rafa Poveda. Su desaparición a las pocas horas de conocerla le ha sentado como un tiro. Que en Elda pasen estas cosas... ¡Y en Moros, cuando todo es diversión y buen rollo! Pobre muchacha. Le cayó fenomenal el día anterior, cuando se presentó en la reunión y contó, cariacontecida, lo que había escuchado. Ojalá todo sea un malentendido. Y al pobre Rafa, qué apurado lo ha visto. Normal, siendo él quien la acompañó hasta el portal de su casa. A buen seguro que se siente culpable por haberla dejado en la esquina.

Y si, como la Policía no descarta, lo de la imagen está relacionado con lo de Salu Amat...

Qué asco.

Al doblar la esquina para coger por Ortega y Gasset, Sergio Aguado siente un ramalazo de brisa fresca proveniente de La Torreta. El viento ha cambiado, se dice. Bueno, ahora ya da lo mismo; que llueva todo lo que quiera. Una de las mayores satisfacciones del día ha sido que la meteo ha respetado la Entrada Cristiana; y que esta, además de triunfal, como se le supone, ha resultado memorable: todas las comparsas, pero muy especialmente las que celebran sus Bodas de Brillantes, han echado el resto.

Todo lo cual no alivia, sin embargo, el semblante grave del presidente. Si ha dejado a la familia y a los amigos cenando en el cuartelillo para caminar a medianoche por las calles semidesiertas de la ciudad no es porque no tuviese apetito, o porque quisiera rumiar a solas sus tribulaciones, sino porque, de repente, le ha asaltado una sospecha cuya verificación no admite demora. Y si su intuición no le falla, si el responsable de todo este desaguisado, Dios no lo quiera, es quien imagina...

Con la boca reseca y el pulso acelerado, Sergio Aguado se palpa el bolsillo de su chaleco para asegurarse de que el manojo de llaves está ahí, y apresura el paso en dirección a la sede de la Junta, en la calle Nueva, donde quiere consultar los archivos.

* * *

El morro chato de una furgona blanca se detiene al asomar por la esquina de Antonio Maura, como si el conductor dudase de qué dirección tomar. A la izquierda, la calle Nueva aparece desierta. O casi: más arriba, en la puerta de lo que sin duda es un cuartelillo, algunas personas conversan pitillo en mano. Por lo demás, todo tranquilo; ni vehículos ni viandantes a la vista. Tras las intensas horas de fiesta vividas, el pueblo se regala con una cena reparadora.

—Vía libre —dice el conductor.

—Pues vamos —asiente el otro.

La furgoneta gira a la izquierda, por dirección prohibida. En plenas fiestas, con todo el centro de la ciudad cortado o trastocado por los desfiles, a nadie sorprendería la maniobra. Unos metros más allá gira de nuevo hacia la izquierda, por Colón, y se detiene de forma que el remolque queda en la intersección de ambas calles. Justo ante un edificio de modernista fachada, bellamente iluminada, y moderno interior, desierto y a oscuras: la Casa de la Viuda de Rosas, sede de la Junta Central de Comparsas de Moros y Cristianos de Elda.

Sin apagar el contacto, el conductor pone el freno de mano y abre la puerta.

—Venga, démonos prisa, antes de que aparezca alguien.

* * *

De momento se ha librado, aunque por poco tiempo. El malnacido corpulento de voz ronca se ha limitado a utilizar la navaja para cortar la brida que le sujetaba ambas muñecas por delante del cuerpo. Luego la ha puesto de cara contra la pared y le ha colocado otra, esta vez con las manos a la espalda, para asegurarse de que dará la menor guerra posible.

Salu, todavía anonadada por el tremendo bofetón, temblando de miedo, de ira, de destemple o de todo ello a la vez, apenas ha opuesto resistencia, como no la ha opuesto cuando el otro, tras manosearle las nalgas y refregarse soezmente contra ellas, la ha metido en el aseo de un empujón y ha cerrado la puerta por fuera con un gran candado, instalado ad hoc, comprende ella, precisamente para eso: para encerrarla.

Se ha librado, pero por poco tiempo. Las últimas frases del muy canalla has sido de lo más explícitas.

—Espérame aquí un momento —ha dicho—, mientras voy a mear. Luego, tú y yo nos lo tomaremos con calma. No te vayas muy lejos, ¡ja, ja!... Enseguida estaré contigo.

Así que ahí está, indefensa, encerrada en un cuartucho vacío, oscuro y apestado por el cubo de su propia orina, que nadie se ha molestado en vaciar. Y con unas perspectivas ante las que no se siente con fuerzas de rebelarse; y aunque lo hiciese, no sabría cómo. Si pudiese cortar la brida... Al menos su mente comienza a despejarse, porque solo así se explica que le venga a la memoria una película vista hace tiempo, en la que el protagonista se libraba de la dichosa brida usando los cordones de sus zapatos: algo tan tonto como desatarlos, pasar el de un zapato por dentro de la brida, y atarlo al del otro; luego, tirando con ambos pies para mantener la tensión, un enérgico vaivén hacía que el plástico se recalentase y se desgarrase. Al menos, en la película funcionaba. La pega es que ella está atada por la espalda, y que sus botas son de cremallera.

Porca miseria.

Pero peleará. Por muy indefensa que esté, Salu se jura que peleará. A patadas, a mordiscos, como sea. Si su verdugo le rompe la cara, sea: pasará el resto de su vida lamentando que le rompiesen la cara, pero al menos no la mortificará la humillación de haberse dejado violar sin resistencia.

Mientras toma una decisión que puede marcarla para siempre, Salu deambula por el cuartucho como fiera enjaulada; y en el ir y venir, su muslo golpea contra algo agudo, que le hace ver las estrellas. Lo que le faltaba. ¿Qué demonios...? Entonces recuerda: mientras orinaba en el cubo esa tarde, bajo la poca luz que se filtraba por unos ladrillos de pavés situados sobre la puerta, se ha fijado en un vetusto portarrollos para el papel higiénico, sin papel y sin tapa, todavía atornillado a la pared junto al lugar que en su día ocupó el inodoro. Vetusto, pero de chapa de acero. De espaldas a la pared, tanteando con las manos, toca la chapa de una de las escuadras que antaño sujetaban el eje. Nota el borde descascarillado, la chapa roñada. Podría servir, decide.

Justo cuando ya no resiste más el dolor que le producen la brida en tensión sobre la carne y la fricción de la chapa entre las muñecas, el plástico cede con un chasquido, y un sonoro eructo anuncia la llegada de su carcelero.

—Veo que no te has ido, guapa, je, je —sonríe al abrir la puerta; y su sonrisa, a la luz del camping gas, se le antoja a Salu más siniestra que nunca—...

* * *

De esta deja el tabaco. Tanto acto, tanto convite, tanto sarao, tanto estrés, este año Sergio Aguado ha fumado más que en su vida; y el resultado está a la vista: seis manzanas a paso ligero y ya boquea. A la altura de la Casa de las Beltranas, aprovechando que ha de cruzar la calle, el presidente se detiene un instante en demanda de aire.

Doscientos metros más abajo, una furgoneta blanca accede a la calle Nueva por su extremo opuesto. Al presidente no le sorprende que se meta por dirección contraria: con el lío de calles cortadas que hay en el pueblo, muchos conductores no se aclaran. Este, por lo menos, se da cuenta a tiempo y rectifica: tuerce de nuevo por Colón, para salir del lío en que se ha metido. Sergio Aguado cruza la calle sin dejar de observar la furgoneta. Si el hecho de que lleve un remolque, y en el remolque un bulto difuso, indefinido en la distancia y en la penumbra de la noche, por muy iluminada que esté la calle, llama su atención, más lo hace que se pare en medio de la encrucijada y que dos hombres se apeen y se pongan a manipular el enganche. Intrigado, el presidente acelera el paso. A la altura del Casino, el bulto no se hace menos informe, pero sí más definido. Le calcula metro y medio de altura, y unas proporciones que...

Aguado echa a correr. Se le han disparado todas las alarmas cuando uno de los desconocidos ha sacado un bidón y ha comenzado a rociar con líquido el bulto. Dos cristianos que fuman en la puerta de un cuartelillo se le quedan mirando cuando lanza el primer grito a los de la furgona.

—¡Eh, ustedes...!

Cuando se percata de que si a los desconocidos no se les ve la cara no es porque sean negros, sino porque llevan pasamontañas, la alarma se convierte en pánico.

—¡¿Qué hacen?!... ¡¡Deténganse!!

Dos portales más abajo, tres moros realistas asoman la cabeza, cubata en mano, desde otro cuartelillo.

—¿Qué pasa? —dice uno de ellos.

—¡¡¡Ayuda!!!

A diez metros del remolque, Sergio Aguado se detiene en seco. No tanto porque el corazón se le sale por la boca, que también, como por el fogonazo con que, de repente, estalla la llamarada. Ahora sí, a la luz de la propia hoguera, el presidente distingue con claridad la silueta, envuelta en una lona con pulpos elásticos. La furgoneta arranca con chirrido de neumáticos y se esfuma a toda velocidad por la segunda bocacalle a la izquierda. Aguado mira hacia atrás: confusos, los festeros no le han seguido. Solo ahora parece que algunos se apresuran, más curiosos que alarmados, sin comprender muy bien lo que ocurre. En un alarde de lucidez, el presidente recuerda que en la sede hay varios extintores. Rápido. Echa mano al bolsillo de su chaleco. Rápido. Coge las llaves. Rápido. Busca, con manos nerviosas, la del portón de la Casa de Rosas. Aún está a tiempo, si es que logra...

¡Maldita sea su estampa! 

Se ha traído las llaves de la fábrica.

* * *

Con las manos todavía a la espalda para no revelar antes de tiempo su única, desesperada baza, Salu no encuentra la oportunidad ni la forma de jugarla. El secuestrador la ha arrojado de espaldas sobre el colchón y se ha sentado a horcajadas sobre su pelvis. ¿De dónde saca tanta fuerza, el malnacido? ¿Es del alcohol trasegado, que lo embrutece y que a ella le provoca nauseas? ¿O es de su naturaleza atávica de animal cazador? Tanto da. El caso es que le basta y sobra para rasgarle la blusa de arriba abajo, arrancarle el sujetador con un gesto violento y lanzarse a babosearle —¡Qué asco, por Dios!— los pechos.

Salu ni siquiera se atreve a manifestar la repugnancia que siente, por miedo a que el otro la malinterprete y se envalentone aún más. Tiene que hacer algo, y tiene que hacerlo ya, pero ¿qué? Sabe que solo tendrá una oportunidad, y así, en la distancia corta, es improbable que cualquier acción suya, un golpe, un empujón, una presa, surta efecto. Necesita valor. Necesita perspectiva. Necesita distancia.

Necesita un milagro.

Continuará.

Ramón Candelas
Ramón Candelas
Acerca del autor

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mis raíces. Hace década y media que me dedico a escribir novelas, de las que Cuartelillo. Una novela muy festera hace la número seis. Desde mi juventud, mi relación con la fiesta de Moros y Cristianos ha sufrido, entre la participación entusiasta y la incomparecencia, altibajos debidos a la distancia, los estudios, la crianza de los hijos y otras causas ligadas al devenir de la vida. Precisamente mi reencuentro con los Moros y Cristianos en 2018, tras una larga ausencia, me inspiró esta especie de intriga, comedia negra o como queráis calificarla, alrededor de nuestra amada Fiesta.

A todos vosotros, mis paisanos, he querido presentárosla desde este Valle de Elda que consideramos tan nuestro, en sucesivas entregas al modo de los folletines decimonónicos. No me preguntéis por qué, pero es algo que me hace mucha ilusión. Y espero sinceramente que, capítulo a capítulo, sufráis, disfrutéis, añoréis y os emocionéis con Salu a lo largo de sus peripecias en la Fiesta del septuagésimo quinto aniversario.

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