La traca. Una novela muy eldera (9)

Resumen de lo publicado
Tras la insólita aparición de unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el no menos insólito robo de las joyas de la Virgen, una serie de tumultos tienen lugar durante el Pregón, la Salve del día 7 y el concierto en la plaza Castelar del 8, provocados por una misteriosa yincana convocada en las redes sociales, y a la que las autoridades políticas y policiales no logran poner coto.
El día 9, una muchedumbre de forasteros invade la ciudad al reclamo de la yincana, desbordando todas las previsiones de las autoridades, que deciden suspender la Traca ante el peligro de avalanchas que supone.
Salu ha descubierto que la yincana es un mero complot para desprestigiar la ciudad, algo que el alcalde de Elda y la alcaldesa de Petrer temen en secreto, pues daría al traste con cierto asunto que ocultan celosamente. Y cuando Salu comprende que el golpe definitivo de la yincana está relacionado con la Traca —que aún no ha sido retirada y que una muchedumbre descontrolada reclama—, alguien va y la prende.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 12:55 h.
El sol, antes tan anhelado por Salu, se desploma a fuego sobre el asfalto eldense. Reforzando el mito de la mujer voluble, ella lo rehúye corriendo por la acera en sombra. Desde el portal, Almudena se desgañita perpleja.
—¡¡¡Mamááá, pero si no hay traca!!!... ¿¡Y adónde vas con esa pinta, en bata y zapatillas de casa!?
La nimia incongruencia estética no basta para frenar a Salu en su carrera, cosa que sí logra el bordillo de Pi y Margall que la hace perder una zapatilla y trastabillar. Superado el trance, llega al cruce con Reyes Católicos, esquina sur de la plaza Castelar, para encontrarse con que una multitud tapona el tramo de calle que desemboca en el Mercado Central. Eso le proporciona el respiro necesario para que el aire le llegue al fondo de los pulmones, y para jurarse a sí misma que este año sí, de una vez por todas, retoma el aerobic que abandonase por la pandemia, en un principio, y por la desidia, después.
Se sube al pretil que rodea la plaza, provisto de una barandilla inclinada hacia adentro, asaz incómoda para apoyarse desde fuera. Atisba por encima de una heterogénea muchedumbre que no viste pañuelico azul o que lo hace sin intención de correr: familias con niños pequeños de la mano y a hombros, ancianos a quienes puede más la curiosidad que el recelo a ser avasallados, y cuadrillas de jóvenes de vuelta de todo, lo que incluye a un surtido de grupúsculos de tribus urbanas de diverso pelaje —lo de «pelaje» es literal—, a todas luces foráneas, que se escudriñan unos a otros con miradas cargadas de desconfianza. Un público plural, repara Salu, con el único común denominador de que todo el mundo está pendiente de su móvil. Para tratarse de unas fiestas que normalmente solo interesan a los eldenses, se diría que toda la provincia ha venido al reclamo de la maldita yincana.
Salu avanza caminando sobre el pretil, inmune a las sonrisas burlonas que levanta su indumentaria. Llega hasta la escalinata situada en el centro de la manzana, donde los árboles le tapan menos. Aguzando la vista, juraría que en Juan Carlos I se vislumbra la línea en zigzag de la traca. Lo que sí puede ver con nitidez a través del arbolado es cómo los empleados de la pirotécnica se afanan en la explanada que rodea a la estatua del conspicuo republicano: se diría que desmontan la mascletá.
Segura de que la Policía también ha hecho su trabajo, Salu baja a la acera. Un matrimonio septuagenario la mira de arriba abajo como si fuera la loca de los gatos, y luego vuelve a lo que estaba, que es corear eslóganes —«Tra-ca, tra-ca», es el más repetido— y tratar de mantenerse erguido bajo la presión humana. Una gitana en busca de manos a las que leer la buenaventura le dirige una mirada atravesada, como si viera en ella una competencia desleal. Un niño con globo de pato Donald señala, envidioso, hacia un dirigible publicitario a radiocontrol, de esos que suelen verse en las canchas de baloncesto o en los estadios de fútbol, que evoluciona perezosamente por encima de los edificios circundantes. Sin hacerle caso, su madre, pegada a una pantalla de móvil, lo asusta con un grito sin destinatario claro.
—¡La han encendido!... ¡Han encendido la traca!
—¿Cómo es posible? —la interpela el septuagenario.
—¡Lo dice mi hermana, que está en la plaza del Ayuntamiento!
Ante el incontestable argumento, el grito se replica por doquier. Una oleada de agitación se propaga por la muchedumbre. Las voces coinciden en un mismo lema: «¡La yincana, la yincana!». Las familias, los jóvenes, las tribus abandonan la tensa espera; los grupos empujan en grupo para ganar posiciones. Salu vuelve a subirse al pretil para no ser arrastrada por la corriente, como les ocurre a los infelices septuagenarios, la madre con el niño y la gitana. Claramente, la mayor parte del personal no está aquí por el espectáculo festivo, sino por los billetes de banco.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 13:05 h.
No es Madrid ni Barcelona; es Elda.
No es Ferraz ni la Vía Layetana; es la plaza de Arriba.
Tampoco las imágenes televisivas tendrán el mismo dramatismo; para empezar, porque es de día y las bengalas no lucen tanto. Pero bueno, saldrán en los telediarios, que es de lo que se trata para los cachorros —y para los ya no tan jóvenes— venidos de donde quiera que hayan venido para practicar sus habilidades violentas. Otras diferencias son que aquí los vándalos no pasan de dos docenas gracias a los controles, y que, en cuanto algún descontrolado ha pegado fuego a la traca con una improvisada pértiga y un Zippo, los pacíficos lugareños se han lanzado a correr en pos de los fuegos de artificio, dejando a los alborotadores con el culo al aire. Lo cual hay que entenderlo en sentido figurado, pues con sus botas militares, sus chaquetas de cuero y sus pasamontañas de punto, solo ellos sabrán el calor que están pasando.
Y puesto que la estrategia de Aranda para aislarlos se ha revelado acertada, a contenerlos y reducirlos se aplican ahora, con disciplina y pocos miramientos, los miembros del Grupo Operativo de la UPR, quienes, dicho sea en justicia, también sudan lo suyo bajo sus cascos antidisturbios.
En cuanto a las autoridades civiles, el comisario Tordera las ha invitado a retirarse a la aledaña Aljafería, la elegante sede de la comparsa de Moros Realistas, desde cuya terraza cubierta, convertida en tribuna de excepción, contemplan las acometidas de unos y otros con inquietud, pero también con unos botellines de cerveza helada en la mano, cortesía del presidente de la comparsa.
—Esto es un desastre. Elda es una ciudad pacífica; no deberíamos salir en las noticias por estas cosas —se queja Laura Bañón a Lorena Buendía.
—¡Me cago en la puta! ¡Esos malnacidos me están destrozando los juegos infantiles! —se queja Ramón Pastor a Lucas Gras.
—Qué fiestecitas, Señor, qué fiestecitas... Y todo por la mierda de yincana esa, o como se llame —se queja don Ernesto a Antonio Díez.
El cabo, designado por su comisario como guarda de corps de las autoridades mientras dure la trifulca, encoge los hombros sin poder evitar una mirada furtiva al botellín que sostiene el cura.
—Bah, esos de ahí abajo son unos aficionados —quita importancia, tragando en seco—. Se lo digo yo, que pasé en Pamplona los peores años de la kale borroka...
El único que no se queja a nadie es Julio Maestre. O tal vez sí: quizá los aspavientos que viene haciendo desde que habla por teléfono en un rincón apartado de la terraza son para quejarse a su interlocutor.
Mientras se suceden las quejas y circulan los botellines, abajo la trifulca se ha desplazado al lateral de la plaza que da a la calle Andrés Amado, al otro lado de la cual el descampado provisional que llega hasta la falda del castillo, convertido desde tiempos inmemoriales en aparcamiento permanente, proporciona a los alborotadores abundante material arrojadizo en forma de pedruscos como puños. Un contenedor de basura en llamas rueda por el reluciente tartán verde del parque infantil, confirmando los peores presagios del jefe de Servicios Públicos. La hazaña, no obstante, marca el principio del declive de la algarada, toda vez que a tres o cuatro de los agitadores más agresivos los han arrastrado hasta las lecheras, y la mitad del resto se ha ido escabullendo calle abajo hacia el casco antiguo, visto que pintan bastos.
—¿Se sabe algo de la yincana? —pregunta la jueza sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Han conseguido parar la traca?
—Ha dejado de oírse ahora mismo —responde Pastor, señalando hacia el este—. Y la mascletá no ha llegado a dispararse, eso es seguro. La habríamos oído.
—La inspectora Miró debe de andar por allí, señoría. Salió corriendo nada más comenzar la traca. Si quiere, puedo llamarla, a ver qué sabe —ofrece Díez.
Mientras el cabo se aparta unos metros para hacer la llamada, el alcalde regresa hacia el grupo, acabada la suya. Su cara de funeral alarma a la alcaldesa de Petrer, que se adelanta en su busca.
—¿Qué ocurre, Julio?
—Me llamaban de Industria, Lorena.
—¿El ministro?
—La secretaria de Estado. Me ha dicho que se acabó; que con todo lo que está pasando aquí, es impensable que los americanos sigan adelante. Nos apartan del tema, cosa que a ella, como te imaginas, le viene de perlas.
La jueza Bañón no alcanza a escuchar el diálogo entre alcaldes, pero sí se percata de la expresión extraviada con que Antonio Díez se despide de la inspectora.
—¿Qué ocurre, cabo? ¿Malas noticias?
El aludido se quita la gorra para secarse el sudor de la frente con un pañuelo que ya es un harapo empapado.
—He... He de ir en busca del comisario, señoría —balbucea—. Y el alcalde y usted tienen que... —Rectifica, consciente de la jerarquía—. Deberían de acompañarnos. Ha... Ejem. —Traga saliva—. Ha ocurrido un desastre.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 13:05 h.
Los estampidos se acercan por Juan Carlos I. Cada poco se interrumpen unos segundos, y luego retoman el ritmo frenético. Ya antes, cuando el estruendo apenas era un rumor lejano, una muchedumbre enarbolando paraguas abiertos sobre sus cabezas venía desembocando a la carrera en el cruce con Reyes Católicos, la calle donde Salu tiene su punto de observación. Sin embargo, la que en circunstancias normales habría resultado una natural dispersión de los corredores por la zona, hoy se ve constreñida por la multitud que atesta las calles aledañas, la escalinata del Mercado Central y la zona accesible de la plaza Castelar, fuera del perímetro acotado para la mascletá.
La marea empuja, y el gentío se densifica hasta el punto de que entre los coros que vocean lemas festivos comienzan a escucharse gritos conminatorios para que la gente se retire hacia atrás. Espontáneas filas indias de ciudadanos agobiados tratan de abrirse paso contracorriente para salir del barullo. Ahora ni siquiera Salu está cómoda, pues el pretil se ha llenado de quienes pretenden observar mejor o, simplemente, liberarse de la olla a presión en que se han convertido acera y calzada.
«¡La traca!, ¡la traca!».
La riada de paraguas y la algarabía crece en proporción directa a la cercanía del frente explosivo. De sonido en continuo crescendo, la traca, al desembocar en el cruce de calles, se convierte también para Salu en espectáculo para la vista, el olfato y hasta el tacto, pues las explosiones le hacen temblar la piel. Del público se levanta un clamor de vivas, pitidos y aplausos como nunca se ha visto en la historia de esta tradición festiva tan valenciana. Al pasar por delante de la entrada del Mercado, el petardeo se toma un respiro. La mecha silba, cual corredor haciendo una pausa antes de acometer el último esprint.
Ahora Salu la intuye, más que verla, a causa de la arboleda. La traca retoma su carrera, rebota en la esquina de arriba del Mercado, cruza la calle y, por encima de los parterres, desciende en picado hasta la explanada que rodea la efigie de don Emilio, donde se supone que debe prender la mascletá.
Luego, nada.
Dispersado el humo, el olor acre permanece en el aire. El público se mantiene expectante, sin tener claro a qué atenerse. Si se tratase de un teatro, el silencio llegaría a ser audible a la espera del desenlace anunciado; pero aquí no hay silencio que valga: es la calle y son miles de bocas, jadeantes unas, nerviosas otras, curiosas todas. Una muchedumbre ansiosa.
Pasa un minuto. Pasan dos. La algarabía baja de intensidad, convirtiéndose en murmullo sordo. Algo así debe de ser la radiación de fondo de microondas, se dice Salu, que la semana anterior leyó un reportaje científico al respecto. Decepcionados, acalorados, hartos de apretujones, muchos deciden que es buen momento para cambiar de tercio: terraceo, aperitivo, comida. A cada cual según sus necesidades, que dijo Marx. ¿O fue Engels?
Una sombra alargada oculta la suya propia. ¿Una nube? No vendría mal una tormenta veraniega que enfriase los ánimos y dispersase la multitud; no caerá esa breva. Levanta la cabeza por encima del hombro. Quia. Es el dichoso zepelín de Telesur, que evoluciona por encima de los edificios. ¿Qué es eso, una cadena comarcal? No le suena, pero seguro que alguna cámara de televisión situada en la góndola graba cómo el pueblo de la fidelísima villa de Elda hace el ridículo con el timo de la yincana.
Y hablando de ridículos, ¿qué pinta ella allí en medio con esa facha? Antes, apremiada por la sensación de peligro, no le ha dado importancia; pero ahora... La loca de los gatos. Frunce los labios. Recuerda la mezcla de burla y desconfianza con que, de jóvenes, sus amigas y ella miraban a la mujer desgreñada de mirada extraviada, que, vestida de similar guisa y con un plato con sobras de comida en la mano, buscaba a sus mininos por la calle.
Así la miran algunos. Resopla. Se acabó. Ya ha hecho bastante el ridículo por hoy.
Es decidirse a bajar del murete para unirse a la fila de los que se retiran y sonar el teléfono. Salu ya no recuerda cuándo recibió la última llamada de voz de Almudena. De hecho, cuando le ha pedido que llamase a la inspectora Miró ha tenido la impresión de que su hija había olvidado esa función del móvil.
—¿Dónde estás, mamá?
—Estoy en la plaza Castelar —responde—, subida al pretil para... ¡Almu, ni se te ocurra venir! Esto es una marea humana, es...
—Ah, ya te veo. Yo estoy en la esquina, muy por detrás de ti. No te preocupes, mamá; aquí estoy bien, no me renta meterme en esa locura. Oye, ¿qué pasa? Se supone que no había traca y que la yincana había terminado. Pero las redes lo están petando de nuevo. Se habla de miles de billetes de cien euros, de que el desenlace es inminente.
Viendo a la muchedumbre expectante, a Salu se le encoge el estómago. Se apantalla la boca con la mano libre, para evitar que la oigan los vecinos de pretil.
—Pues como esta horda olfatee los billetes —dice—, aquí se va a armar la de San Quintín. ¿Dicen alguna cosa sobre dónde o cuándo va a ser eso?
—Espera... —Hay un silencio al otro lado, mientras Almudena consulta algo—. No sé —dice al fin—, la última pista es muy rara. Dice: «La suelte está esclita en el aile», y se ve el emoticono de un chinito sonriente.
—¿Eso dice?... —Salu enarca una ceja—. ¿Qué es esto, el Pasapalabra chino?
Levanta la mirada para perderla en algún punto por encima de la multitud. Intenta pensar, pero lo único que consigue es distraerse con el dichoso dirigible de Telesur, ahora sobre la plaza Castelar.
De Telesur, escrito «TELESUR», todo con mayúsculas, el «TELESU», en rojo y la «R» en azul oscuro. Salu entorna los ojos para ver mejor los detalles. Una banderita de barras y estrellas a continuación de la «R» completa el logotipo, muy en plan americano. Absurdo, porque el nombre no es que evoque, precisamente...
La niña Almudena, precoz en Matemáticas, tuvo una temporada en que le dio por la criptografía. Les pedía a sus padres que encriptasen textos cortos, que luego ella se entretenía en descifrar. Ni qué decir que Félix y Salu tuvieron que estudiarse el tema: sustitución, trasposición, análisis de frecuencia, cifrado polialfabético...
La asociación de ideas, o lo que quiera que sea el mecanismo que trae en mente a Salu la juvenil afición de su hija, es fugaz e inopinada. También suficiente y oportuna.
Te-le-su.
O, por transposición:
Su-le-te.
O, por transposición:
Su-el-te.
«Suelte esclita en el aile».
—¡Joder! Dime el número de Miró, Almu, rápido.
—Mamá...
—Rápido, por favor. Luego te lo explico.
—Vale... Espera... Lo tienes. Te lo he enviado por WhatsApp.
Salu, la respiración desbocada, el rostro acalorado, se pasa la manga por la frente, intentando contener los goterones de sudor que le resbalan cuello abajo para adentrarse en el canalillo. La bata, aunque ligera, da un calor enorme, y hace rato que el sujetador está empapado. A este paso, no tardarán en mojársele las bragas.
—Luego te llamo —dice, en cuanto comprueba que ha recibido el contacto—. Aléjate de aquí, vete a casa con la abuela. San Quintín, recuerda.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 13:15 h.
—¿Salu? Ahora no puedo hablar. Estoy...
—¡Es el dirigible, inspectora! ¡El zepelín de Telesur!
—¿Qué zep...? Ah, ya lo veo. ¿Está segura?
—Segurísima. Y me parece que mucha gente se está dando cuenta.
Ángeles Miró todavía jadea. El agente Obrador y ella se han dado una buena carrera desde la plaza de Arriba, subiendo por Dos de Mayo para evitar las calles congestionadas de gente. Han alcanzado el Mercado Central al mismo tiempo que la traca, pero por el extremo opuesto. Ahora, en el impasse abierto tras el último petardo, se abren paso hacia Juan Carlos I por el lateral atestado de público. Tal como ha notado Salu Amat, muchos señalan al dirigible, que maniobra lentamente perdiendo altura en dirección a la entrada principal del Mercado.
—Lo veo —repite—. Tiene una góndola abultada. ¿Cree que...?
—¿Que está llena de billetes? No. Ya le dije que los malhechores pretendían infligir a la ciudad un castigo, más bien; o un escarmiento. No me atrevo a imaginar qué puede haber dentro.
Miró hace un intento de tragar, pero no logra reunir saliva. Lo que daría, suspira, por un botellín de agua.
—¿Explosivos? —susurra, apantallando el teléfono con la mano para no llamar la atención de quienes la rodean.
Hay un silencio al otro lado, como si su interlocutora no se hubiera planteado la cuestión.
—No sé si diría tanto, inspectora, pero no me espero nada bueno.
—Vale. ¿Está a resguardo?
—Creo que sí.
—Pues no se mueva.
Ángeles Miró tira del brazo del agente Obrador para que lo siga hasta el cobijo de la marquesina de una juguetería. No se puede mantener la cabeza fría bajo este sol infernal, y menos dentro de una horda que ha decidido abalanzarse hacia adelante, aquejada de un repentino ataque de locura.
—Esto es un caos. A este paso, va a ocurrir una catástrofe —vaticina el agente.
—Es el zepelín —dice Miró—. Van a intentar algo con él.
Obrador, que ha escuchado casi toda la conversación telefónica, asiente con la cabeza.
—¿Qué podemos hacer?
—Va a control remoto. Seguro que lo tienen a la vista para poder dirigirlo.
El agente observa los edificios circundantes, calculador.
—¿La azotea del Mercado, quizá?
—Tiene sentido: han abandonado la furgoneta aquí al lado. Pero ¿por dónde subir?
Mateo Obrador hace un gesto asertivo. Ha chupado suficientes patrullas por las calles de Elda como para no necesitar pensarlo mucho.
—Sígame, inspectora.
El Mercado Central está compuesto por dos bloques rectangulares de una manzana de longitud cada uno, unidos por una pasarela volada sobre la calle Petrer. El agente cruza la calle y retrocede a la carrera hacia el extremo más alejado del edificio, situado frente al parque de la Concordia.
—Pero Mateo, vamos en sentido contrario —protesta Miró, a su rebufo.
—Los días en que no se puede acceder al garaje por la entrada principal, dejan abierta la trasera para los usuarios —explica el agente, sin detenerse—. Con suerte, desde el garaje podremos colarnos al interior del edificio.
La rampa de bajada y el sombrío interior resultan una bendición. Aun así, inspectora y agente han de detenerse un segundo a la fresca para recuperar el resuello.
—Por aquí.
Obrador atraviesa el garaje en dirección a un portón interior de servicio, la mano en la culata del arma reglamentaria para descerrajarlo si es necesario. Le basta, sin embargo, un sencillo empujón para abrirlo.
—Algunos festivos locales hay gente que trabaja en las oficinas, para cambiarlos por otro día o por lo que sea —dice con cara de «ya sabía yo»—. Y en ese caso, olvidan echar el candado. O lo evitan, para no correr el riesgo de quedarse encerrados. Vamos.
Seguido por la inspectora, el agente recorre al trote un amplio pasillo que deja a los lados enormes cámaras frigoríficas y desemboca en el muelle, vacío de personal y descargadores. Sortea columnas, carros para el transporte, contenedores de basura y grandes pilas de cajas de fruta vacías hasta reconocer la puerta metálica que busca: el acceso a las escaleras.
En el vestíbulo de las oficinas de la planta superior, los policías apoyan unos instantes el culo contra la pared y las manos en las rodillas. Obrador señala una puerta de vidrio asegurada con un simple pestillo.
—Ya estamos —dice, entre jadeo y jadeo.
Ángeles Miró aspira una profunda bocanada.
—Pues vamos.
Cualquier calor que hayan podido pasar en la calle se queda corto al salir a la azotea. Una vaharada de aire ardiente, recalentado por el piso de terrazo, les ataca la piel, la pituitaria y los ojos.
—En las torres frontales. —La inspectora señala hacia el extremo que da a Juan Carlos I—. Habrán buscado la mayor altura posible.
Cada inspiración profunda, inevitable cuando corren, les quema los pulmones. Las torres gemelas que flanquean la entrada principal se elevan seis o siete metros por encima de la azotea, y el equivalente a unas cuatro plantas sobre el nivel de la calle. Con toda la explanada del Mercado y la plaza Castelar a sus pies, los malhechores no podrían haber encontrado mejor lugar para controlar el zepelín.
—Tú sube a la torre izquierda; yo, a la derecha —dispone la inspectora.
Hay una escala de mano adosada a la pared. Antes de asirla, saca la pistola, la verifica, le quita el seguro y vuelve a introducirla en la funda del cinturón. No está segura de hasta qué punto los malhechores son peligrosos: los hackeos en las redes, el robo de joyas, los alborotos callejeros, hasta ahora todo han sido trabajos de guante blanco; sin embargo, el porrazo que le propinaron a Salu Amat y el hecho de que la amenazasen con una automática hacen mejor prevenir.
Los peldaños metálicos le queman las manos. A punto de alcanzar el bordillo superior, Miró se detiene y se cuelga del brazo izquierdo, protegido por la manga de la chaqueta, para hacer una inspiración profunda, pasarse el dorso de la mano derecha por la frente, por las sienes, por el labio superior, y secarse bien la palma en el vaquero. No quiere tenerla mojada cuando eche mano a la pistola. Al menos, está segura de que los malhechores, enfrascados en el manejo del zepelín, no la esperan.
Intercambia una seña con el agente Obrador, situado a su misma altura. Con suma prudencia, Miró sube un peldaño más, sube otro, asoma la cabeza.
Nadie.
Ni torre derecha ni torre izquierda. Encaramados a sus respectivas azoteas, inspectora y agente encogen los hombros, dirigen al cielo las palmas de las manos. La lógica, la intuición, el sentido común, todo les ha fallado.
—¡Mierda!
Miró enfatiza su enfado con una patada en el suelo. Ante sus narices, unos metros por encima, el dirigible se ha situado en el eje de la calle. Podría reventarlo de un balazo y dejar que se deshinchase. Lo haría de buena gana, de no ser porque caería sobre la multitud con consecuencias impredecibles.
Mierda. Mierda.
—¡Inspectora, allí!
Obrador señala hacia el edificio situado enfrente, una casa de ocho plantas diagonalmente opuesta al Mercado. Miró se hace visera con la palma de la mano. Recortadas al contraluz, dos figuras oscuras, una más alta que la otra, se apoyan en la barandilla que protege la azotea, al parecer concentradas en algo que la más alta sostiene entre las manos. Definitivamente, sí había un lugar mejor para controlar el zepelín.
Mierda. Mierda. Mierda.
Miró echa mano de su radio. Con el gentío que inunda el cruce de calles, va a ser difícil que ningún agente llegue hasta ellos a tiempo de lo que quiera que se apresten a hacer. Mientras tanto, la pareja, porque del hombre y la mujer que retuvieron a Salu se trata, sin duda, parece haberse percibido de su presencia. Él agita la mano a modo de saludo.
Encima, con recochineo.
—Inspectora Ángeles Miró. A todos los agentes que se encuentren en las inmediaciones del Mercado Central. Los sospechosos se hallan en...
No llega a decir dónde, porque en ese momento la interrumpe una explosión poco mayor que el petardazo de una moto o el estallido de un globo de cumpleaños. Apenas audible por encima del bullicio que sube desde la calle, el sonido basta para que el oído alerta de la inspectora la haga volverse hacia su presunto origen: el dirigible. O para ser más precisos, la góndola. Una doble trampilla abierta a todo lo largo de su panza, al modo de los bombarderos de las películas bélicas, vomita su carga, no por anunciada menos sorprendente. Liberado del lastre, el zepelín asciende con brusquedad. Y el lastre, a pesar de lo que su nombre sugiere, resulta ser sorprendentemente ligero: flota esparciéndose a todo lo largo y ancho de la calle, a la vez que cae en perezosa cascada sobre la multitud. Miles, decenas de miles de papelitos rectangulares. Del tamaño de los billetes de banco. Del color verde de los de cien euros.
Y entonces, a los pies de la inspectora Ángeles Miró y del agente Mateo Obrador del Cuerpo Nacional de Policía, se desatan por este orden el griterío, la locura y el caos.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 13:25 h.
Ángeles Miró le ha dicho que no se mueva. En realidad, lo que le pide el cuerpo es recular hacia la esquina, reunirse con Almu, si es que sigue allí, y regresar a casa para tranquilizar a su madre, ducharse, vestirse y reunirse con Rafa en Fayago. Pero ¿cómo lo hace? A la acera no piensa bajar ni loca. Con toda esa barahúnda, lo menos que va a ocurrirle es que pierda las zapatillas en un santiamén. Pisoteada descalza por una multitud desaforada suena a tortura medieval. El único modo que se le ocurre es retroceder por el interior de la plaza, donde la gente se ve más desahogada por aquello de que los árboles no dejan ver el bosque.
Mensaje de WhatsApp.
Mami, ya estoy en casa.
¿Vas a venir? La abuela está preocupada.
Voy para allá. Enseguida estoy.
Es clicar el icono de enviar y elevarse un rugido sobre la multitud. Una ola de brazos extendidos se agita por encima de las cabezas, como ante el escenario de un concierto de rock. La gente de la calle se comprime aún más hacia adelante, si ello es posible, y los situados en el interior de la plaza se precipitan a la carrera hacia el lateral de Juan Carlos I. Salu —los árboles, el bosque y todo eso— no alcanza a ver el motivo, pero intuye que algo gordo pasa. Traga saliva. Duda. A la porra. Con una profunda inspiración, se adentra en la plaza, dejándose llevar por la curiosidad y la corriente, hasta que las copas de los árboles se abren y le dejan ver el cielo por delante de su cabeza.
En la vertical de Juan Carlos I, justo delante de la entrada principal al Mercado Central, el zepelín gana altura sobre una nube que diríase de estorninos, de no ser porque sus integrantes, en lugar de volar veloces, giran y giran sobre sí mismos sin aparente intención de ir a ninguna parte, y centellean pasando de sombras oscuras a brillantes reflejos verdes, según la caprichosa incidencia de la luz solar. Hay un número indecente de ellos, y la poca brisa contribuye a desperdigarlos en su lenta caída al suelo, donde la gente se pisa, se empuja, se avasalla y salta descontrolada, pasando los unos sobre los otros con tal de llegar antes.
Más rápido, más alto, más fuerte. La máxima olímpica aplicada a la avaricia humana. ¿O es a la estupidez? Sendas lágrimas comienzan a formársele a Salu en las comisuras de los párpados. Gracias a Dios, piensa, que Almudena no está ahí para verlo.
Más allá de la calle, por encima de la escalinata de acceso al Mercado, sendas figuras se yerguen sobre cada una de las torres gemelas que flanquean la entrada. A esa distancia no le es posible distinguirlas, pero la intuición le dice que también ellas miran desoladas el impresentable espectáculo que se desarrolla abajo.
Justo cuando se da la vuelta para marcharse, uno de los billetes verdes revolotea por encima de un pitósporo y se queda prendido entre las ramas, a la altura de un brazo estirado. Ocupada en perseguir y pelearse por otros ejemplares, la gente a su alrededor no se da cuenta. ¿Cien euritos para el billetero o una prueba para la Policía? Conociendo de antemano la respuesta, Salu estira el brazo hacia la silueta de Europa en verde oscuro sobre verde claro.
Coge el billete. Lo agarra con las dos manos, no vaya a arrebatárselo algún desgraciado ávido de llenarse los bolsillos, cosa que ya está pasando. ¿Cuántos años hace que no ve un billete de 100? Tantos, que no recuerda que tuviesen un tacto tan raro.
Le da la vuelta.
—¡¿En serio?!
Continuará

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.
Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.
Buena lectura, asiduos del Valle.
"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html
Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es