viernes, 23 de mayo de 2025

La traca. Una novela muy eldera (10)

Ramón Candelas
9 mayo 2025
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La traca. Una novela muy eldera (10)

Resumen de lo publicado

Tras la insólita aparición de unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el no menos insólito robo de las joyas de la Virgen, una serie de tumultos tienen lugar durante el Pregón, la Salve del día 7 y el concierto en la plaza Castelar del 8, provocados por una misteriosa yincana convocada en las redes sociales, y a la que las autoridades políticas y policiales no logran poner coto.

Salu ha descubierto que la yincana forma parte de un complot para desprestigiar la ciudad, algo que el alcalde de Elda y la alcaldesa de Petrer temen en secreto, pues daría al traste con cierto asunto que ocultan celosamente.

El día 9, una muchedumbre de forasteros invade la ciudad al reclamo de la yincana, desbordando todas las previsiones de las autoridades. Las fuerzas antidisturbios han de hacer frente a los más exaltados, y cuando alguien prende la traca, a pesar de haber sido suspendido el acto, la locura y el caos se desatan.

 * * *

Novena

Martes, 10 de septiembre. 12:20 h.

Ha bajado la temperatura. El cielo ya no luce tan azul como el día anterior, aunque sí lo suficiente como para que Salu haya logrado, por fin, cumplir sus ansias de gafas de sol, cerveza y espatarre. Este último, lo único, más comedido de como lo había imaginado, pues comparte mesa de terraza en la plaza Gabriel Poveda con sus amigas de la infancia. Solo una conjunción planetaria podía reunir a las cinco en una mañana de día laborable, pero esta mañana el grupo de WhatsApp Elda-Madrid-Londres —la sexta, Julia Zahonero, es profesora de Literatura española en la Universidad de Westminster— no ha dejado de echar chispas hasta que se ha logrado.

—Vaya mierda —dice, ecuánime, Chelo Porta, ausente de la céntrica perfumería que regenta para, supuestamente, hacer unas gestiones.

—Sí, vaya mierda —abunda, objetiva, Marijose Cremades, ídem del estudio de arquitectura que comparte con su hermano.

—Y toda esa mierda, por esto —se sorprende Fini Guarinos, quien se cogió un año de excedencia la pasada primavera para casarse en segundas nupcias y recorrer mundo con su recién estrenado marido—. No me lo puedo creer.

—Hay que jorobarse —bufa Mamen Vera, que hasta la tarde no entra de turno en Acacias, el Centro de Salud donde ejerce como enfermera—. Así que hemos vuelto en círculo a las pintadas del viernes.

El tema de conversación, naturalmente, solo puede ser el mismo que surge en todas las cafeterías, en todos los comercios, en todas las oficinas, fábricas y talleres donde los eldenses, rabiosos de vergüenza propia o ajena por la tomadura de pelo colectiva de que han sido objeto, han retomado la rutina postfestiva: los billetes verdes como el que Salu recogiese del pitósporo, al que ahora Fini da vueltas entre las manos, mirándolo incrédula por delante y por detrás. Un billete impreso a color en papel de fotocopiadora, con el anverso atravesado en diagonal por una franja clara donde puede leerse en letras blancas: «ELDA, CORRUPTA. ALCALDE, DIMISIÓN».

Aunque ninguna de las cinco amigas tiene familiares directos afectados por el tumulto del Mercado, todas tienen algún conocido que sufrió las apreturas, los pisotones, los empujones y la histeria colectiva. La estampida humana resultante, si bien no llegó a producir víctimas mortales, se cerró con medio centenar de asfixiados y aplastados de mayor o menor gravedad, y con el colapso del servicio de Urgencias del Hospital General Universitario de Elda.

—Todo ha sido una maniobra bien organizada —concluye Salu, a quien, nada más tomar asiento, sus amigas han acribillado a preguntas sobre su aventura en la cripta—: las pintadas, el robo de las joyas, la yincana. Buscaban hundir las Fiestas, crear malestar en el pueblo, y vaya si lo han conseguido.

—Pero ¿por qué?

—¿Porque están pirados? —responde, poniendo los ojos en blanco—. Y yo qué sé. Es lo único que se me ocurre.

Mamen, que dispone de información privilegiada, se lleva la mano a la boca para hacer como que reprime un bostezo.

—Y aparte de todo eso, que secuestrarte ya parece una costumbre, hija, ¿no tienes nada que contarnos? —pregunta con un tonillo malicioso—. ¿Algo personal?

—¿Qué quieres decir? —enarca una ceja Chelo.

—¡No! —Fini abre los ojos de par en par—. No me digas que suenan campanas.

—Alto ahí, guapa —la interrumpe Salu, la palma derecha al frente—. De campanas, nada.

—Bueno —admite Mamen—. Pero algo sí hay. ¿O no?

—A ver. Todas sabéis que Rafa y yo hemos pasado por un bache últimamente.

—Un bache detrás de otro —se mofa Marijose.

—Vale. Pero eso se acabó. Vamos a arreglarlo para estar juntos el mayor tiempo posible a partir de ahora, y, si todo sale como esperamos, es posible que dentro de poco nos mudemos a vivir juntos.

—¡No!

—¡Sí!

—¿Rafa se va a Madrid?

En lugar de responder de inmediato, Salu opta por hacerse la interesante. Levanta la cara al sol, respira hondo, bebe despacio un sorbo de cerveza mientras rememora a cámara rápida las últimas veinticuatro horas. Han pasado tantas cosas que necesita organizar su mente.

Para empezar, en bata y zapatillas de casa como estaba, se quedó en la plaza Castelar ayudando a las personas que lograban escapar del tumulto, muchas de ellas con síntomas de ahogo y ansiedad. Allí estuvo hasta que Rafa, a quien había llamado para pedirle que cancelase la comida, llegó en su busca para rescatarla a ella misma, al borde del desfallecimiento por el calor, la falta de sueño y el estrés de la situación.

Más tarde, después de que las fuerzas del orden y los servicios de emergencia tomaran el control de la situación, y una vez duchada y cambiada de ropa Salu, la pareja acabó en casa de Rafa. Este, para no causar mayor perjuicio al restaurante, al que aquel día anularon un montón de reservas, se hizo llevar a domicilio unos entrantes y el arroz a banda que había encargado. Salu, inapetente, apenas comió un par de cigalas y unas cucharadas de arroz, más que nada por no desairar a Rafa y porque las cigalas eran de bahía. Luego no llegó ni al café. Mientras Rafa lo preparaba, ella se quedó frita en el sofá, presa del agotamiento y del bajón anímico provocado por el recuerdo de la desoladora escena vivida en la plaza y la impotencia sentida al haberla visto venir y no haber podido hacer nada para evitarla.

La tarde fue a mejor. Tras la siesta, Rafa y ella pasaron la tarde haciendo el amor, planes de futuro y otra vez el amor. Todo lo cual la hizo recuperar la sonrisa.

—¡Saluuu! —se impacienta Fini en nombre de las cuatro amigas.

—¿Qué?

—¿Qué va a ser?... Que si Rafa se va a vivir contigo a Madrid.

—Huy, mucho mejor. Aún no está confirmado, pero es casi seguro que el banco me destine acá.

—¿¡A Elda?!

—A Alicante, en realidad.

Todos los clientes de la terraza, a esa hora amas de casa tomándose un respiro, desempleados en plan martes al sol y jubiletas en plan todos los días al sol, dirigen miradas entre curiosas y displicentes a la mesa de las cinco escandalosas que, de repente, se han puesto en pie entre gritos, palmas y abrazos.

 * * *

Martes, 10 de septiembre. 17:30 h.

El brebaje de la máquina expendedora no es para echar cohetes, pero tampoco tan malo como pudiera pensarse en un principio. Tras probarlo con la punta de los labios, Salu sopla sobre la humeante superficie, haciendo hueco en la espuma marrón del cortado. Ramón Pastor y Ángeles Miró la imitan, concentrados en no quemarse la lengua.

Los tres hacen caso omiso de la murga de silbatos y cacerolas que fuera, en la plaza del Ayuntamiento, ha organizado un centenar de manifestantes para pedir la dimisión del alcalde, haciéndose eco, en pancartas precariamente rotuladas, de las anónimas acusaciones de corrupción vertidas en la yincana.

—Gracias por el café, Ramón; y gracias a ti por venir, Salu —dice la inspectora al fin. Luego señala con el vasito de papel la panoplia de archivadores, dosieres y papeles sueltos desparramada por la mesa de reuniones de la Concejalía de Espacio Público, a una calle estrecha de la casa consistorial—. Ayer Ramón reunió toda esta documentación sobre la obra del refugio antiaéreo, pero con el follón que se organizó no pudimos revisarla. Los dos llevamos liados con ella todo el día, por eso te he pedido que vinieses aquí para esas preguntas que tengo pendientes sobre tu retención en la cripta; y de paso, para ver si recuerdas algún detalle que pudiera ayudarnos a identificar a los delincuentes. Al fin y al cabo, eres la única que los ha visto en persona.

A Salu le alivia que Ángeles Miró haya pasado al tuteo. Su formalismo habitual la hace sentir incómoda; al fin y al cabo, la inspectora es una vieja conocida de la familia.

—Pero no las caras —se lamenta con un suspiro—. Es una lástima.

—Y que lo digas. —El brazo de Miró hace un ademán que pretende abarcar la mesa entera—. La verdad es que hasta ahora no hemos encontrado nada. Sabemos que todo está relacionado: los espráis de pintura roja, la escopeta de aire comprimido, el rosario..., todo pasa por la cripta. Por cierto, hemos confirmado que el rosario es el que Montserrat Caballé regaló a la Virgen, como tú decías; pero esa gente es cuidadosa: no ha sido posible recuperar ninguna huella. Y lo de la escopeta casa con un agujero que hemos encontrado en uno de los peldaños superiores del trono: se puede tapar y destapar desde dentro, y ofrece una visión perfecta de la cúpula.

—Desde ahí dispararon al globo, entonces.

—Estamos seguros.

—Por eso escuché ruidos bajo el trono a continuación —rememora Salu—: el tirador escapaba por el foso tras el disparo. Eso fue lo que me hizo ir tras él. O ella.

—Lamentablemente, solo sabemos cómo lo hicieron. Nos falta el quiénes y el porqué. —La inspectora niega con la cabeza—. ¿Todo ese derroche de esfuerzo, de medios, de dinero contante, incluso, para arruinar las Fiestas de Elda? Ha de tener algún sentido, y estoy convencida de que Julio Maestre sabe algo.

—¿El alcalde? —se sorprende Salu.

—Se ha mostrado huidizo cada vez que ha surgido el tema. Creo que...

—Si quieres aclarar alguna cosa con el alcalde, inspectora, deberías darte prisa —la interrumpe Ramón Pastor, hasta el momento más pendiente de su móvil que de la conversación—. Acabo de ver que ha convocado una rueda de prensa urgente, y me temo —añade con un ligero temblor de voz— que es para presentar su dimisión.

Salu y Ángeles Miró se lo quedan mirando como si no hubiesen comprendido.

—¿Te temes? —enarca una ceja la primera.

—Supongo que ahora ya lo puedo contar. En parte, al menos.

—¿Contar? —enarca una ceja la segunda.

—Lo siento, inspectora. —Pastor desvía la mirada, incómodo—. Sé que debería habértelo dicho antes, pero entiéndelo, era a Julio a quien correspondía, no a mí, y...

—Al grano, Ramón. ¿Por qué crees que va a dimitir el alcalde?

El jefe de Servicios Públicos Ambientales inspira hondo. Apura su café, ya templado, como si sus energías dependieran de ello, y se deja caer hacia atrás en su silla.

—En primer lugar, supongo que por haber permitido que la seguridad ciudadana se le fuera de las manos. La oposición se ha puesto muy dura: reclama que caigan cabezas; a ser posible, la suya. Y puede que Julio sea un animal político, pero no es persona que se escude en sus subordinados. No buscará chivos expiatorios, de eso estoy seguro: va a dar la cara él mismo.

—Muy loable por su parte —dice la inspectora, la mandíbula apretada como si no estuviera convencida.

—Has dicho «en primer lugar» —observa Salu—. ¿Es que hay más?

Pastor se aclara la garganta.

—Veréis. Hace un año que un alto cargo del Ministerio de Industria se puso en contacto con Julio Maestre. Una archiconocida empresa tecnológica de Silicon Valley buscaba ubicar un nuevo centro de datos e innovación en Europa, el mayor de cuantos tiene en el mundo, y sus directivos veían con buenos ojos esta zona de España. El clima y todo eso, ya sabéis. Parecido al de California.

—¿Qué empresa, Ramón? —inquiere la inspectora.

—Lo siento, Ángeles. El contrato de confidencialidad es muy severo. No seré yo quien lo rompa, a menos que me lo ordene un juez.

Miró arruga la nariz.

—Está bien, ya veremos —refunfuña—. Continúa.

—Bueno, pues el caso es que el hombre de Interior es natural de Elda, aunque lleva treinta años viviendo en Madrid, y cuando se vio involucrado en las primeras conversaciones con los americanos, pensó en su ciudad natal, consciente de que una operación así resultaría un revulsivo económico para el Valle. Ya podéis imaginaros: tecnologías de vanguardia, cientos de puestos de trabajo, construcción de una megasede... Por no hablar de su efecto en la vivienda, la hostelería o el comercio.

—No vendría mal, desde luego —conviene Salu.

—Julio enseguida se puso manos a la obra —prosigue Pastor—. En un gesto que le honra, quiso contar desde el primer momento con la alcaldesa de Petrer. Si la operación iba a ser buena, lo sería para el Valle entero. Pero la confidencialidad era condición sine qua non de los americanos, pues sabían que, en cuanto saltase la liebre, las presiones que recibirían de toda Europa serían tremendas, y ellos querían tomar la decisión libremente. Así que se formó un equipo secreto: los dos alcaldes; sus respectivas manos derechas, que para Julio es Ramiro Beltrán, el concejal de Presidencia; y dos técnicos de máxima confianza que nos encargaríamos de documentar la propuesta: la responsable de Desarrollo Económico de Petrer, Sandra Llorens, y yo. Entre nosotros llamábamos al proyecto Valle Silicio. Ya sé que no es muy original —sonríe, encogiendo los hombros—, pero bueno. No os imagináis la cantidad de horas que hemos metido, noches y fines de semana incluidos. ¿Os queréis creer que mi mujer ha estado a punto de echarme de casa, convencida de que tenía un lío con Sandra? —dice con un mohín amargo—. El caso es que los americanos parecían convencidos. La oferta del Valle es óptima para sus necesidades: abundancia de terreno disponible, de vivienda barata y de oferta hotelera cercana; y comunicaciones inmejorables, con el AVE y un aeropuerto internacional a tiro de taxi. Incluso les ofrecimos una rehabilitación exprés del abandonado Instituto de Formación Profesional de La Torreta, de forma que la empresa pudiera comenzar sus actividades lo antes posible, mientras se construía la sede.

Ramón Pastor se queda mirando su vaso, como si considerara servirse otro café. Ángeles Miró se impacienta.

—¿Qué pasó luego, Ramón? —quiere saber—. Que yo sepa, el asunto se mantiene en secreto, ¿no?

El jefe de Servicios Públicos ladea la cabeza.

—Más o menos. El pasado mayo Sandra y yo fuimos a Silicon Valley para presentar el proyecto. Ella, con su marido; yo, con mi mujer. Cada pareja por separado, en plan viaje turístico. Encontrarnos allí sería una feliz coincidencia. Naturalmente, antes habíamos tenido que poner a los cónyuges al corriente de todo, de tan mosqueados como estaban por todas las horas que Sandra y yo metíamos juntos. No quiero pensar qué hubiera pasado si llegamos a ir solos. —Su gravedad se quiebra con una breve carcajada—. Bueno, pues el caso es que los americanos quedaron encantados. Luego, en junio, vino una delegación del más alto nivel para conocer la zona en persona. Fue divertidísimo: decíamos que eran productores de Hollywood en busca de localizaciones para una superproducción, y todo el mundo se desvivía por atenderlos.

—Eso sí lo recuerdo —comenta Salu—: me lo contó mi madre. Parece que engañasteis bien a los medios.

—Nuestro trabajo nos costó —suspira Pastor—. En fin, que todo parecía ir sobre ruedas, hasta que nuestro contacto en Industria nos alertó de que había surgido una propuesta competidora.

—Vaya.

—Teniendo en cuenta que la secretaria de Estado de Industria es de La Coruña, no nos extrañó que saliese una candidatura gallega. No sabemos de qué ciudad se trata, pero, con todo lo ocurrido aquí estos días, los americanos se nos han echado para atrás. Valle Silicio se ha ido a la mierda, y los gallegos tienen el camino libre, supongo.

—¿Y qué hay del clima y tal y cuál? —objeta Miró.

Ramón Pastor eleva un hombro.

—Bah. En el Norte ya no llueve como antes. Y aquí, ya sabéis que cuando Lorenzo pega en serio... —Resopla—. No sé qué es peor. De todos modos, yo soy técnico, no político; supongo que una secretaria de Estado tiene sus recursos, y que...

—Espera, espera —lo interrumpe Salu—... Una ciudad gallega, has dicho.

—Sí, pero...

—La pareja que me retuvo era muy dispar. No sabría decir de dónde era ella, pero él tenía un acento gallego que se mataba. Yo diría hasta que tenía morriña, lo cual no me extraña si anduvo aquí en agosto preparando sus fechorías.

Ramón Pastor se levanta de su silla, como impulsado por un resorte.

—¿Puedes describirlo? —pregunta.

Salu no necesita hacer memoria.

—Bajito, delgado... Voz cazallera. Recuerdo haber sentido escalofríos cuando me hablaba a través del pasamontañas.

—¡Es él, joder! ¡Es Moaña!

—¿Qué nos hemos perdido, Ramón? —inquiere la inspectora.

El técnico municipal se abalanza sobre una pila de dosieres, rebusca, descarta, rebusca... Encuentra.

—Aquí está: es la declaración de personal de obra de la adjudicataria, una constructora valenciana. A ver... Aquí: Domingo Moaña, natural de Pontevedra, cuarenta y cinco años, capataz. Fue el encargado de la reforma del refugio. Un tipo resabiado: no hacía más que preguntar dónde se podía comer un pulpo o unos pimientos de Padrón como Dios manda; y luego, al día siguiente, siempre despotricaba.

—¡Es él! —salta Salu—. Recuerdo que se quejaba del pulpo.

—Entonces lo tenemos. —Miró saca el móvil del bolsillo—. Voy a llamar a comisaría.

Mientras ella da instrucciones precisas a los suyos, Pastor y Salu hacen una búsqueda superficial en Internet. En dos minutos, durante los que solo se escucha en la sala el rumor cansino de la cacerolada, tienen una foto.

—Es él, sin duda —confirma él—. Ahora trabaja para Marcón Hermanos, una constructora de Pontevedra.

En dos minutos adicionales, los compañeros de la Brigada Judicial llegan bastante más lejos.

—Dime, Aurora... Sí... Vale, de acuerdo. Sí, una orden. No, en principio puede que no parezca peligroso, pero ya ves la que ha organizado aquí, y su cómplice lleva un arma de fuego. Si se ven acorralados... Vale. Me llamas.

Miró cuelga. Por primera vez desde que se encontraran ayer en el ayuntamiento, Salu percibe una luminosidad diferente en su rostro anguloso. Será la adrenalina.

—Marcón Hermanos es más que una constructora —explica la inspectora—: tiene promociones inmobiliarias y gestiona parques industriales y eólicos por todo Galicia. También tiene abiertas varias causas por chanchullos municipales, fraude fiscal, coacciones y amenazas.

Salu arquea las cejas.

—Amenazas.

—Al parecer, una vez que deciden construir en algún sitio, la sutileza no es lo suyo cuando se trata de convencer a quienes se resisten a venderles los terrenos. Un momento...

Vuelve a sonar el móvil de Miró. La inspectora escucha, asiente con la cabeza respectivas veces, suelta algún que otro «joder» velado. En la calle, la cacerolada pierde fuelle.

—Vale. Gracias, Aurora. Buen trabajo —concluye antes de colgar. Un destello de triunfo brilla en sus iris color miel—. Vaya, pues resulta que, casualmente, una filial de Marcón Hermanos constituida en julio ha comprado treinta mil metros cuadrados de suelo industrial entre la ría de Arosa y la de Pontevedra, cerca, casualmente, de unos terrenos de Marcón donde está proyectada una megaurbanización de lujo con lago artificial y campo de golf, hoy en día paralizada por la Consellería de Medioambiente de la Xunta; la cual, mucho me temo, tendrá que envainársela si llega a anunciarse la venida de los americanos.

—Eso parecen intereses suficientes como para querer desembarazarse del único rival —opina Salu—. Total, qué importan unas insignificantes Fiestas Mayores en la otra punta de la Península.

—¡Mierda! —estalla Pastor.

—¿Qué?

—¿Qué?

—Que Julio, Lorena, Elda, Petrer, el Valle entero, ¡todos hemos sido víctimas de una jugada sucia! El alcalde no puede dimitir: ha de coger el toro por los cuernos y denunciar a esos canallas antes de que sea tarde. Los americanos tienen que saberlo.

Ramón Pastor busca el número de Julio Maestre en su móvil. Llama. Se muerde un padrastro mientras se repite el tono.

—No contesta, ¡la madre que me parió! —Consulta su reloj de pulsera—. Seguro que ya ha entrado en la sala de Prensa y... Eh, ¡¿adónde vais?!

Salu ya está saliendo por la puerta, seguida por Ángeles Miró.

—¡Corre, Ramón!

Continuará

Ramón Candelas
Ramón Candelas
Acerca del autor

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.

Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.

Buena lectura, asiduos del Valle.

"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html

Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es

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